la verbena, según azcona

San Antonio 1956

Uno, en su ingenuidad, se acerca al Manzanares convencido de que en sus márgenes se va a introducir en un “baño madrileño”. En un baño que, al revés que el turco, en lugar de sacarle del cuerpo el esplendor de sus grasas, se las enriquecerá por osmosis con la mejor sustancia del suculento tocino de lo castizo.

La primera sorpresa nos espera en la airosa estantería del vendedor de sombreros: predominan los anchos sobre los hongos. Cinco de éstos naufragan entre el amontonamiento de los cordobeses, y esos cinco hongos tristes y minoritarios son el de-re-mi-fa-sol inicial de la absurda armonía de la verbena 1956.

Poco más allá, casi plantado sobre el puente que mira a la ermita, un letrero pretencioso afirma rotundamente que allí se venden las auténticas salchichas de Fráncfort. Los ojos se nos llenan de espanto ante la herejía: en la verbena sólo son alimentos ortodoxos los churros; incluso las gallinejas, pese a su indudable madrileñismo, serian frívola heterodoxia, pequeño pecado venial contra el prestigio verbenero. Las salchichas, y más las de  Fráncfort,  son  ya un enorme pecado mortal que seguramente .no puede esperar la absolución.

Sí huyendo de la profanación nos internamos en los aguaduchos y merenderos que salpican las orillas del rio, encontraremos organillos. Nuestro suspiro de alivio se cortará en seco, pues el organillo estará casi siempre mudo, callado, apagado, aplastado por el estridente fragor de los tocadiscos. Y acaso sea esto lo mejor, pues alguien sabe del dolor que ocasiona oír un mambo a través de los gimientes rodillos del carricoche musical, movidos por cualquier indocumentado que ni lleva visera, ni sabe manejar el codo, ni siquiera se llama Felipe, como es su obligación.

En las mesas de estos merenderos y también en las que se levantan entre las atracciones de la verbena, no hay clara con limón ni aguardiente de Chinchón y, en ocasiones, ni siquiera sangría: la Coca-Cola y la Pepsi-Cola mojan los bigotes tristes de los turistas, de los celtíberos y aun los de los vecinos del paseo de la Florida.

Antaño debió ser el disloque esa barraca que ofrece como atracción la impune rotura de bombillas viejas. Hoy, acaso por culpa de la psicosis atómica, ésa barraca está siempre sola, vacía, abandonada a su suerte. Viendo su mostrador desierto, dan ganar de llorar al leer el antiguo cartel que recuerda sus tiempos de esplendor: “Pago adelantado para evitar confusiones”.

Lo que ayer fue “Tubo de la risa” —¡qué título tan jubiloso, tan grato, tan esperanzador!—es hoy “Rotor centrífugo”. La técnica está también aquí, y en esta ocasión haciendo bien poco por el género humano; uno piensa que para entrar en un sitio así a divertirse debe proveerse antes del título de ingeniero.

Pero lo peor no está ahí, en la verbena propiamente dicha. Lo peor está en la “kermesse”. En el tablado de la orquesta, una estudiantina se dedica con toda contumacia a la interpretación de aires gallegos. La Casta —que se llama Piti— y la Susana —que se llama Títi— se llenan de saudade, de morriña y de olor a grelos, y los turistas, respetuosos siempre con el “typical”, creen a pies juntillas que aquello es el chotis; los pobres tratan de encontrar por alguna parte ese ladrillo del que tantas veces han oído hablar, y ni siquiera hay un barbián que les explique que el problema de la vivienda prohíbe la dedicación del material de construcción a la frivolidad.

Sólo hay un momento luminoso en la verbena: es el amanecer, cuando después de hacer nía ante la ermita, el puente se llena de muchachas empañoladas, recién levantadas, frescas y llenas de esperanza. Es entonces cuando uno se da cuenta de que lo bueno es dormir y dejarse de tonterías; es entonces cuando uno, ante la falta de taxis, se resigna a volverse a casa en el coche del “Madriles”, que ha estado durante toda la noche estacionado, aburrido, carente de sentido, sin un cliente capaz de darse una vuelta acunado por la música lenta y cadenciosa de los blandos cascos del caballo.

Y en el coche del “Madriles”, bajo un sombrero hongo que sombrea nuestro cansancio, entramos en la Gran Vía sembrando la confusión, la perplejidad y la risa.

Rafael Azcona en el diario «Pueblo»