josé santugini, guionista

(Mi texto sobre Santugini para el libreto de la edición en DVD de La torre de los siete jorobados)

José Santugini, guionista
Santiago Aguilar

José Santugini, por Cronos (1942)Han corrido ríos (subterráneos) de tinta sobre la paternidad de la novela en que se basa La torre de los siete jorobados y, sin embargo, la atribución del guión siempre se resuelve con un genérico “la adaptación de Neville”, seguido, en el mejor de los casos, de un condescendiente “con la colaboración de Santugini”.

¡Santugini! ¿Quién es este tipo con nombre de mago falsamente italiano?

 Pues el tal Santugini es José Santugini y Parada (Toledo, 12/09/1903 – Madrid, 1/4/1958), Pepe Santugini para los allegados. Hijo de un miembro de la judicatura, destinado a seguir la tradición familiar que, muy pronto, cambió por la pluma. Y no por una pluma cualquiera, sino por la pluma del humorismo. No en vano, dos de sus compañeros en la Universidad de la calle San Bernardo en los primeros años veinte del pasado siglo, son Enrique Jardiel Poncela y Samuel Ros. Corren los tiempos conflictivos de la “dictablanda” de Primo de Rivera y los muchachos desertan de las aulas y se reúnen en un café de la glorieta de Bilbao. A los ya mencionados se suman el poeta y futuro estilista del periodismo César González Ruano y los cinemaheridos Carlos Fernández Cuenca, Jerónimo Mihura y Antonio Barbero.

Víctima de este ambiente desenfrenado de solitarios versos nocturnos y mañanas de café con leche en buena compañía, Santugini hace sus primeros pinitos como humorista. Tiene apenas 19 años cuando le aceptan un cuentecito festivo en la enésima reencarnación de la revista “Madrid Cómico”, la de 1923. En menos de un año dará dos saltos cualitativos: se convierte en colaborador de “Buen Humor”, el semanario donde se cocina el nuevo humorismo, y pule su estilo y asuntos a tono con la concepción internacional y vanguardista del humor que propugnan Ramón Gómez de la Serna y Massimo Bontempelli. Entre los dibujantes de prestigio de la casa, el cubista “Tono”, con un pie en la Botillería de Pombo y otro en París; entre los que empiezan, el otro hijo del actor Miguel Mihura, tocayo de su padre. Dirige la revista con mano firme el dibujante “Sileno” y coordina los trabajos de redacción el coetáneo de Santugini y futuro académico y cronista del grupo, José López Rubio. Edgar Neville colabora indistintamente aquí y en la “Revista de Occidente”, de José Ortega y Gasset.

Santugini y Parada –así firma, no le vayan a confundir con su augusto padre, que es presidente de la Audiencia Provincial de Madrid- va creando un mundo propio habitado por ectoplasmas recalcitrantes, damitas viajeras, escaladores de rascacielos, aficionados al espiritismo, ratas de hotel enfundados en maillots à la Fantômas, automovilistas aquejados del mal de la velocidad y suicidas irresolutos. Antes de que termine la década, sus relatos aparecen en las prestigiosas revistas “Nuevo Mundo”, fundada por el padre del cineasta Benito Perojo, “Estampa”, propiedad de Luis Montiel, “Crónica”, lanzada por Prensa Gráfica para hacerle la competencia a la anterior, y “Blanco y Negro”, una cabecera clásica de Prensa Española, la editora de “ABC”. Mientras Jardiel triunfa como novelista en Biblioteca Nueva y López Rubio y Edgar Neville hacen gavilla de sus relatos y los dan a la imprenta, Santugini sigue fiel al formato breve y a la cita semanal con el lector. Sus cuentos nunca aparecerán en forma de libro.

Con la llegada de la nueva década –la de los treinta- y la generalización del cine sonoro, la literatura de vanguardia evoluciona hacia el compromiso: comunistas convencidos y admiradores de Mussolini extreman sus propuestas. Hijos de su tiempo, los humoristas también se radicalizan. El absurdo gana la partida. El empeño en formular un nuevo teatro por parte de López Rubio, el éxito de Jardiel como novelista y dramaturgo, el paso por Hollywood de la plana mayor de la redacción de “Gutiérrez”, el semanario sucesor de “Buen Humor” como hogar de la vanguardia humorística, colocan a la generación de Santugini en la posición clave para abrir nuevos horizontes al naciente cine sonoro español, atrincherado en modelos caducos al servicio, en la mayoría de los casos, de los intereses de distribuidores y exhibidores. Ideas intuidas en un relato breve o en una viñeta y desarrolladas en los escenarios más inquietos –Martínez Sierra, Rivas Cherif, el teatro íntimo de los Baroja…- pueden confluir de un modo natural en la pantalla parlante.

Santugini se hace un hueco en la industria cinematográfica como publicista y gerente de una de las salas emblemáticas del Madrid moderno de la Gran Vía, el Palacio de la Música. Sin embargo, su principal interés sigue siendo la literatura. Si antes llevaba el apellido de “humorística” ahora sumará también el de “cinematográfica”. Publica en “Crónica” y, desde su fundación en 1934, en la revista especializada “Cinegramas”. Ocasionalmente realiza comentarios sobre la actualidad cinematográfica, pero, sobre todo, concibe un ciclo de cuentos que amplían el elenco de perfiles greguerescos que Ramón ha esbozado en Cinelandia. La serie se titula “Complementos Cortos” y en ella aparecen retratados desde el figurante que ejerce de tal en su propia boda hasta el actor estático que aparece en las fotografías de los caídos en el campo de batalla.

Ese mismo año, 1934, Santugini concibe esperanzas de dedicarse activamente al cinema. Para ello, escribe un guión en colaboración con su compañero de tertulia –y futuro capitoste de la cinematografía franquista- Carlos Fernández Cuenca. La película será producida un año más tarde por Atlántic Films, para la que Neville rueda La señorita de Trevélez (1936), según la comedia grotesca de Carlos Arniches. En un “cameo” que nos lleva a intuir una relación más cordial que profesional, Santugini aparece como expendedor de billetes cuando Numeriano Galán intenta huir de la justa ira de Gonzalo de Trevélez.

Una mujer en peligro (1936), la película de Santugini, presenta todos los elementos habituales en sus relatos: un caserón en ruinas habitado por un puñado de personajes siniestros escapados de una producción de la Universal, un doctor lunático con un método infalible para irse de este mundo sin dolor, una chica pizpireta interpretada por Antoñita Colomé, la única “flapper” con la que contaba el cine español entonces, y un héroe sin atributos. Estamos, como diagnosticaba Ortega, ante la “deshumanización del arte” llevada a la pantalla.

En su recensión para el diario “ABC” (4 de marzo de 1936) Antonio Barbero escribe: “Se trata de una de esas películas de miedo, tan del gusto de los espectadores ingenuos. Pero aunque posee todas las características del género –nocturnidad, tormenta, gato negro, telarañas y caras patibularias- el escenario de Una mujer en peligro no cae en la puerilidad de tomar en serio la truculencia; porque el libro no pierde en ningún momento el tono de humor preciso para justificar todas las piruetas”. Un comentario, salta a la vista, que bien pudiera servir para describir La torre de los siete jorobados.

Una vez finalizada la Guerra Civil –durante la misma sólo tenemos constancia de que se estrenase una zarzuela con libreto suyo en Barcelona-, Santugini vuelve a la actividad cinematográfica, pero ya asumido su papel puramente auxiliar. Por un lado, trabaja como agente cinematográfico en el diario “Arriba”. Por otro, escribe incansable guiones que dirigirán otros. Santugini se muestra a estas alturas seguro de su oficio. En una entrevista (“Primer Plano” N. 172, 30 de enero de 1944) recomienda que el escritor se mantenga alejado de los platós. “La cátedra de todo buen guionista es la butaca del espectador de cine”. ¿Desencanto? ¿Pragmatismo? En realidad, es esta posición subsidiaria, tan difícil de aceptar en un mundo de halagos y vanidades, la que le servirá para convertirse en uno de los profesionales más respetados de la industria española.
Durante la década de los cuarenta estrena un par de obras o adaptaciones teatrales y escribe guiones sin descanso. Algunos no llegan a la pantalla. Su primer libreto realizado en la posguerra es Viaje sin destino (1942), un original que Rafael Gil dirige entre dos adaptaciones de Wenceslao Fernández Flórez: El hombre que se quiso matar (1941) y Huella de luz (1942).
El escenario es una vez más el viejo caserón espeluznante. Quienes allí llegan, turistas en busca de emociones fuertes. Protagonista de esta comedia con fantasmas, Antonio Casal. Hay quien ha querido ver en esta aventura turística hacia el horror de un grupo de pequeños burgueses una metáfora diáfana del primer franquismo. Lo cierto es que prima el humor blanco, inocente y sencillo. Como marca de la casa, la mixtura de géneros: terrorífico, policiaco y cómico, sin dejar de lado el registro paródico.

Los mejores frutos del numen santuginiano surgirán de su asociación con el director húngaro afincado en España, Ladislao Vajda. Su encuentro se produce en Doce lunas de miel (1944), adaptación de una novelita rosa de María Luisa Linares en la que Santugini intenta insuflar un poco de humor de buena ley. Es la segunda vez que Santugini trabaja al servicio de Antonio Casal y no será la última porque el “sui generis” galán gallego será el elegido para protagonizar también La torre de los siete jorobados (1944).

En vísperas de la realización de la película que nos ocupa Santugini contesta al repórter en la entrevista citada más arriba: “Salvemos el guión técnico, que debe hacerlo el director. Pero el argumentista, el guionista y el autor de los diálogos deben ser el mismo. Ya está dicho mi criterio sobre la adaptación de la novela, donde el autor impone su argumento, y la adaptación de teatro, donde el autor obliga a incrustar en la película largos trozos anticinematográficos”.
En otro lugar (Edgar Neville: Tres sainetes criminales, Filmoteca Española, 2002) he intentado desentrañar la auténtica paternidad de La torre de los siete jorobados. Apunté entonces la incorporación de última hora de Neville al proyecto y su origen, casi diez años antes, en una entrevista que Santugini realizó a Carrere (“Cinegramas” N. 34, 5 de mayo de 1935): “Por su emoción, su enredo y sus complicaciones folletinescas, es precisamente por lo que la creo más cinematografiable. Sería la primera película de terror, de misterio, de trucos pintorescos que se realizara en España. Entre policíaca y sobrenatural, con algo de humorismo y castizos escenarios madrileños de arriba y del subsuelo, porque la mitad transcurre en los subterráneos que existen en la Morería y en el viejo solar de la Casa del Pecado Mortal”.

Todo esto debía de rondar en la cabeza del guionista cuando, en 1944, convence a los productores para acometer la versión cinematográfica de La torre de los siete jorobados. Carrere y el productor Germán López firman el contrato de cesión de derechos de adaptación el 9 de marzo de 1944, fechas en las que Neville asegura (en entrevista a Conchita Montes en Radio Nacional) que su próximo proyecto será Domingo de Carnaval (1945, aunque el guión ya se había presentado varias veces a Censura al finalizar la Guerra Civil).

Santugini –no Neville, al menos, todavía- toma de la novela la trama principal y alguna de las anécdotas, pero prescinde de todo lo que tiene que ver con lo sobrenatural y con el satanismo, que no están los tiempos para florituras. Tampoco era lo suyo. Sin embargo, no puede eludir el carácter fantasmagórico central en el relato, lo cual supone un salto trascendental desde sus anteriores empeños mayores. No estamos ya en los fingidos caserones encantados de Una mujer en peligro y Viaje sin destino. Los pasadizos secretos dejan paso a un mundo cierto, en el que la muerte es una posibilidad real. Y si no que se lo pregunten a Malato o al agente Martínez.

La poda de personajes y situaciones es consecuencia directa de la estructura folletinesca del original que funciona por acumulación de peripecias. Hay en la novela de Carrere abundancia de acciones paralelas y paréntesis narrativos, como los capítulos dedicados a relatar los antecedentes de don Robinsón de Mantua, el doctor Sabatino o el arqueólogo Sindulfo del Arco -en la película don Zacarías-. De todo ello se prescinde en un guión, que adelgaza la trama novelesca sin descartar los aspectos más perturbadores de la misma.

El guión definitivo, escrito por Santugini en términos absolutamente afines a su universo y planificado por Neville, se presenta a primeros de mayo a la preceptiva censura previa. Obtiene el visto bueno aunque Antonio Fraguas –jefe del departamento y padre del humorista “Forges”- recomienda que se suavice la naturaleza sobrenatural de algunos pasajes. Estas escenas suplementarias serán redactadas directamente por Neville ante la inminencia del inicio de la producción. Finalmente, el crédito de la parte literaria de La torre de los siete jorobados reza: “Adaptada y dialogada por José Santugini y Edgar Neville, según la novela de Emilio Carrere.

Aparte de algún crédito surreal como el de “asesor literario” en el guión de La guitarra de Gardel (1949) –comedia musical intrascendente con un papel secundario una vez más para Antonio Casal-, la carrera de Santugini como guionista arrancará de modo imparable con el inicio de la década de los cincuenta, de la mano de Vajda. Séptima página (1950), realizada en España por el húngaro tras encadenar varios rodajes en Portugal, marca el reencuentro con Santugini. El guionista se incorpora así a la unidad de producción que sirve de soporte al director en los Estudios Chamartín. En el seno de este grupo Santugini asume la responsabilidad absoluta de Carne de horca / Il terrore dell’Andalusia (1955), potente drama de bandolerismo, realiza una autoconsciente deconstrucción de la zarzuela Doña Francisquita (1952) y colabora en los guiones de los dos títulos en que el húngaro muestra la cara –Tarde de toros (1956)- y la cruz –Mi tío Jacinto / Mio zio Giacinto (1956)– de la fiesta nacional. Nuevo Cid, su nombre aparece después de fallecido en los títulos de crédito de la coproducción hispano-suiza El cebo / Es geschah am hellichten Tag (1958), como responsable de los diálogos en castellano.

Trabajó también con otros directores. Su labor fue casi siempre elogiada por sus contemporáneos y repetidamente premiada en los certámenes anuales oficiales –Sindicato Nacional del Espectáculo- y menos oficiales –Círculo de Escritores Cinematográficos-. Pero la única película que dirigió es invisible, sus relatos duermen en las hemerotecas, como flores secas entre las páginas de viejas revistas, sus guiones son recordados como películas de Vajda, de Gil, de Neville. El olvido y la “política de autores” fueron borrando el nombre de José Santugini de la historia, siempre escrita con minúsculas, del cine español.

 

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