el amigo alquilado

Tiene este cuento de José Santugini la particularidad de haber sido refritado en un plazo increíblemente corto de tiempo. Apareció, en primera instancia, en el número 279 de la revista «Buen Humor» el 3 de abril de 1927 y, apenas ocho meses después en «ARS», un boletín promocional de la Sociedad Anónima General de Espectáculos, que gestionaba el cine Palacio de la Música de Madrid.

 

El amigo alquilado

I

No había concluido aún de arreglar mi equipaje, cuando el criado del hotel vino a decirme que un señor deseaba verme. Sin intentar deducir el objeto de la visita ni la personalidad del visitante —puntos los dos incomprensibles, ya que en aquella ciudad, a la que iba por vez primera, no tenía conocido alguno—, di orden do que le condujeran hasta mí. Y al poco tuve delante a un individuo que se inclinaba reverente mientras me decía:

—Soy un empleado de la Agencia Facilitas, y vengo a ponerme a su disposición. Le advertí que me era desconocida la tal Agencia y que, por lo tanto, si no me proporcionaba datos sobre ella no podría utilizar sus servicios. El desconocido se inclinó de nuevo.

—Es cierto —me dijo—. Debí comenzar por enterarle del carácter de la Agencia, pues si bien el nombre habrá indicado algo de lo que es, no es fácil deducir cuales son los ramos que cultiva por la sola enunciación del título. Perdóneme. Nuestro lema, señor, es este: «Dar facilidad a los clientes».

—Admirable.

—La Agencia Facilitas —declamó altisonante— evita molestias, presta comodidades y ahorra tiempo. Ella se encarga de efectuar matrimonios, de conseguir divorcios, de proporcionar informes, de llevar a cabo toda clase de investigaciones, de gestionar negocios. Tenemos sucursales en todo el mundo y nuestra labor no puede ser ni más rápida ni más económica.

—Lo creo. Y siento mucho no tener necesidad de ustedes. He venido a esta población por capricho, sin otro objetivo que el de distraerme unos días; no pretendo divorciarme, puesto que soy soltero; no deseo contraer matrimonio, entre otros motivos por evitarme las molestias del divorcio; no preciso informes, no realizo negocios… Tal vez en otra ocasión. Esperaba una reverencia que diera término a la entrevista; pero no fue así; el empleado de la Agencia Facilitas me advirtió sonriente:

—Usted necesita de nosotros, ¿cómo no? Vamos a ver: ¿conoce usted a alguien en la ciudad?

—No.

—Pues nosotros le proporcionaremos un amigo. Usted no puede perder el tiempo creando una amistad. Una buena amistad requiere al principio cierto formulismo, determinadas condiciones y, sobre todo, tiempo disponible. Nosotros, señor, le evitaremos todas esos molestias. Dentro de media hora estará aquí un excelente amigo, con el que no tendrá usted que guardar consideraciones por ser un amigo de la infancia. Buenos días.

 

II

Se presentó el amigo alquilado. Era alto, joven y de rostro simpático. Me abrazó fuertemente y me dijo con tono sincero:

—¡Querido Eduardo!… ¡Tanto tiempo!… ¿Cómo te va? ¡Caramba, quién iba a decirme que nos encontraríamos al cabo de los años! ¡Chico, que alegría! Cuando supe que estabas aquí, me olvidé de todo, hasta de que la hora podía ser un poco intempestiva, y corrí a abrazarte. Bueno, hombre, ¿sabes una cosa? Pues que, a pesar del bigote, te habría reconocido; tienes la misma cara que cuando muchacho. ¡Qué diablo eras! ¿Te acuerdas? La de veces que nos hemos peleado. Tú siempre me podías, claro es. No pude contener la risa.

—Me acuerdo de todo —le dije— y estoy encantado de que nos hayamos vuelto a ver. Venga un abrazo fuerte.

 

III

El amigo de la infancia tenía un lenguaje ameno y pintoresco, que le hacía ser un acompañante inmejorable para un forastero tan curioso como yo. Me condujo por toda la ciudad, indicándome los edificios notables, y me describió, creo que acertadamente, las costumbres de los habitantes.

En la comida, en el paseo, en el teatro, en cualquier sitio y en todo momento, el amigo alquilado se mostraba correcto, alegre y obsequioso.

Él fue quien me regaló el bastón que uso ahora, y la corbata que tanto gustó a mis amigos no alquilados, y el libro interesante que leí durante mi viaje de regreso… ¡Oh; era un hombre encantador!

No me abandonó un solo instante. Su pañuelo, cuando ya la mano era invisible por la distancia, me dio el saludo último.

Aún conservo un delicado recuerdo suyo: la nota de gastos. Dice así:

«Alquiler de un amigo, a 50 pesetas, día, 500 pesetas; taxímetros, 75 pesetas; una corbata, 15 pesetas; un bastón, 40 pesetas; cuatro comidas, 100 pesetas; una discusión teosófica de tres horas, 15 pesetas; una conversación alegre que duró hora y media, 8 pesetas; localidades de teatros, 79 pesetas; por presentarle a mi familia, 15 pesetas; media hora dedicada a recuerdos infantiles, 5 pesetas; varios elogios completamente falsos, pero bien dichos, 10 pesetas. Total, 882 pesetas. Nota: Si desea continuar la amistad por correspondencia, tendremos mucho gusto en servirle a razón de cinco pesetas carta afectuosa de tres carillas.»

José Santugini